Creer, confiar, esperar

Precisamente cuando me asfixio, necesito creer en que todavía hay aire para respirar. Necesito creer en una salida prodigiosa frente a un problema de años. Necesito creer para vivir, para continuar con el trajín cansado de la vida diaria pensando en que un día será diferente.
Necesito creer allí cuando todo es imposible como quien se aferra con el filo desgastado de sus uñas a la pisca de vida que le queda. Necesito creer para existir porque el oxígeno de mi alma es la fe. Necesito creer porque la fe es el elixir que nos hace sentir humanos y que todavía vale la pena sufrir para vivir.
Y sólo se cree hondamente en lo que se ama, por lo que primero se tiene que amar a la vida, amar ese sueño o ese proyecto con todas las fuerzas posibles e imposibles.
Amar; primero hay que correr el riesgo de amar, dejarse la piel y no temer hacerse vulnerable, hacerse pequeño, como nos aconseja Jesús. El amor más intenso sólo cabe en un corazón sencillo y puro que luego, es capaz de creer y de lanzarse a la incertidumbre de la espera y a la amargura del rechazo.
Dios todo lo que nos pide (y si de algo nos echará en cara en nuestro paso a la Otra Vida) es: Amar, creer y esperar.
Tres verbos que se nos ofrecen como en un juego que durará: 20, 35, 50…80, 95 años, nuestra vida entera, hasta el día en que caiga el telón de nuestra función.
Me fascina considerar cómo a cada instante nos debatimos hora tras hora entre dudas, confianzas y decisiones; entre amores, odios y decisiones; entre paciencias, impaciencias y decisiones; y solemos descubrir con más o menos acierto que siempre será mejor decidir desde la confianza, optar desde el amor y elegir a partir de la paciencia.
Resulta fácil creer desde seguridades objetivas, esperar lo medible o lo insoslayable, en suma, resulta simple amar lo amable; mas, quedarse allí, es asentarse en el territorio rancio y seguro del hombre mediocre, quien encuentra sosiego y alivio en las entrañas de su seguridad sin saber que aquello que vive es apenas el ensayo de lo que es realmente la vida.
En el momento de su alumbramiento un bebé es puesto en los brazos de una y mil inseguridades; sin embargo, la naturaleza le da el aliento y comienza una vez más la vida con fuerza y coraje, no importan las dificultades venideras, no importa nada más que la certeza de que se llegará al destino final de toda vida, que es la felicidad misma si se supo arriesgar, luchar, entregarse.
De otro lado, también es interesante descubrir cómo el amor nos enseña a perseverar, la fe a ser visionarios y la esperanza a ser valientes en la lucha; pues la única manera de no abandonar una causa a medio camino es habiéndolo amado profundamente.
San Agustín decía “ama y haz lo que quieras” frase mal interpretada o interpretada con malicia y picardía porque en el fondo sabemos lo difícil que es amar cuando se tiene el corazón lleno de orgullos y temores. No obstante, aquella frase encierra la sabiduría que nos insta a amar para después confiar, arriesgar, dar y esperar sin medida.
Nuestra capacidad creadora, nuestra intuición expansiva están sujetos al amor que sentimos por la vida, cuya semilla es la fe que nos heredaron nuestros padres, quienes nos enseñaron a pararnos y a dar nuestros primeros pasos, quienes nos levantaron tras nuestras primeras caídas y es desde ese arco que fuimos lanzados como una flecha hasta lo que somos ahora y seremos después.

Acerca de Mercedes M. Sarapura S.

Nací en Tarma/Perú en 1977, soy comunicadora social con estudios de maestría en Comunicación y Cultura. Me dedico a la docencia universitaria y últimamente al periodismo radial. La Literatura es uno de los grandes amores de mi vida, he escrito alguna novela inédita, cuentos infantiles y artículos de opinión que intento canalizar en este espacio que alterna entre la ficción y la no ficción.
Esta entrada fue publicada en Vida. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario